La huella de la Navidad

Nací en la cumbre de mi existencia, en el punto más alto de la escalada a la cima, en mis cinco minutos de fama. Desde ahí mi vida se fue hundiendo en un fango pegajoso, en el más asqueroso de los barrizales, en arenas movedizas profundas… Seguro que ya se capta la idea.

Fui un bebé adorable. No lloraba, dormía como un lirón anestesiado, me comía las verduras sin rechistar y sonreía ante cualquier gesto. No es de extrañar que mi habitación recibiera visitas las veinticuatro horas del día. Para verme a mí. Al rey de la casa. Mis balbuceos eran órdenes, mis contadas pataletas, motivo de satisfacción ante mi posible futuro como estrella del balompié. Todo giraba en torno a mí y yo era el bebé más feliz de la Tierra.

Cincuenta y seis años después, mi cuerpo decidió que se apagaba y mi mente ya no tuvo fuerzas para convencerle de lo contrario. Si mis ojos se hubieran mantenido abiertos habrían contemplado el peregrinar de primos casi olvidados, de sobrinos en segundo y tercer grado desconocidos, de un tío octogenario que acudió en chándal, de amigos a los que creía perdidos. Qué felicidad si no fuera porque ya criaba malvas. ¿Dónde estaban aquellas personas cuando me arrastraba por la vida? Con la suya, imagino, sin espacio para una carga más. No les culpo, ya no. Se está tan calentito aquí que agradezco el final prematuro.

A los catorce años marqué un gol. De chiripa. En un campeonato municipal. Con la doble fortuna de que nos clasificó para la final del campeonato del mundo. O algo equivalente, a juzgar por los abrazos que me daban mis compañeros. Fue como una reconfortante fiesta de cumpleaños en la que aciertan con tus regalos favoritos. Marta, una ninfa de mi clase, me dirigió la palabra sin usar las expresiones “muerto de hambre”, “flacucho” o “engendro”. Sólo quería que le acercase una cerveza, pero la suavidad de su tono de voz y el roce inesperado de nuestras manos, congeló el momento y lo almacenó en este álbum de fotografías. El día terminó y apenas se volvieron a acordar de mí. Pasé, de nuevo, a camuflarme con los objetos.

Diez años más tarde encontré un perro perdido. Salí en el periódico local, en la página de sucesos. El animal llevaba un par de semanas angustiando a los dueños, unos vecinos muy queridos en el barrio, y la noticia del hallazgo se recibió con mucha alegría. Juraron que no se olvidarían de mi hazaña jamás. Pero el término jamás adquirió la consistencia de la gelatina en sus labios, porque en cuanto crucé la esquina no volvieron a dirigirme la palabra.

A los cuarenta y siete años fui presidente de la comunidad de vecinos con cierto éxito. Llevaba las cuentas escrupulosamente, enfriaba las reuniones cuando los del tercero A y el segundo B se calentaban y amenazaban con liarse a puñetazos y conseguía que las chapucillas de los espacios comunes salieran económicas. Cuando llegó la hora de ceder el testigo, todos los vecinos me pidieron que repitiese en el cargo. Y como lo hicieron con una sonrisa que supuse de felicidad, acepté. Y al año siguiente. Y al otro. Así hasta en cinco ocasiones. Me sentí querido a pesar de que ahora sé que fui engañado.

El último gesto por el que alguien me recordará ocurrió en mi Navidad quincuagésimo primera. Me disponía a cenar en soledad, como en los últimos años. Había comprado una botella de vino, un pollo de kilo y medio e ingredientes para elaborar una modesta ensalada. Mis padres habían fallecido una década atrás y mis hermanos no llegaron a nacer; pasar las fiestas en compañía del televisor no me pillaba por sorpresa. De camino a casa tropecé con unas piernas. Junto a ellas, un cartel con un mensaje apelando a la solidaridad navideña. El plato de las monedas estaba vacío. Me senté a su lado. Apestaba, pero no más que la gente que agachaba su mirada al pasar junto a él. Le ofrecí mi casa: una ducha y un poco de pollo. Charlamos como dos viejos amigos, como dos hormigas que han perdido al resto de la colonia y caminan desorientadas. Al día siguiente cogió su bolsa y desapareció. También lo hizo un reloj. Lo entendí perfectamente. Quiero pensar que dejé huella en aquel hombre.

Después de una existencia de soledad y malos tragos, de una vida a medias, siempre buscando y no encontrando, por fin alguien, o algo, me compensa. Ahora vivo en la imaginación de un escritor y sé que cuando acabe de teclear estas palabras, ya nadie podrá olvidarse de mí.

Foto: Foter.com / CC0

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