Esta semana publico un nuevo relato corto en el blog, ‘Cuarenta minutos’. He tardado mucho más en escribirlo. Meses, en realidad. Porque un relato hay que dejarlo reposar mucho tiempo para verlo con otros ojos. Y no vale arrancar los ojos a otra persona y corregirlo antes. Ahí estaríamos entrando en literatura gore, y no es el caso. Me encantaría que me dejaras tu opinión si te ha gustado. Y si no, también, claro. Si te apetece escribir una historia y no sabes por dónde empezar, hace poco publiqué ‘Como escribir un relato en 10 pasos’. Arrancamos máquinas.
Cuarenta minutos
Cuarenta minutos. Ese es el tiempo que nos queda de vida. Nunca pensé que los instantes previos los pasaría en el baño de un avión, pero tú decidiste trabajar en uno. ¿A dónde viajarán los meados? ¿A un depósito en las entrañas del aparato o saldrán por un agujero y regarán la superficie terrestre? ¿Y si mojan a alguien? «¡Dios me ha enviado una señal! ¡Está vivo! ¡Y bebe demasiada agua!». A cambio de volar a cualquier lugar del mundo, los aviones dejan un reguero de pis que más de uno habrá confundido con gotas de agua de los tendederos.
Treinta minutos. El tiempo que duraba el recreo de mi colegio. Odiaba el fútbol. Mi cuerpo no estaba concebido para dar patadas a un balón de forma coordinada. Mis piernas se cruzaban en un nudo marinero y mis huesos chocaban contra el suelo. Las risas eran la banda sonora del colegio, así que decidí no volver a tocar un balón. El recreo se me hacía eterno. Deambulaba por el patio como un muerto viviente mientras los niños de mi clase jugaban al fútbol imitando a sus ídolos. En uno de mis vagabundeos escolares entablé amistad con Eva, la primera chica de la que me enamoré, el rechazo original que sentaría jurisprudencia y a la que se acogerían el resto de mujeres de mi vida. Incluida tú.
Veinte minutos. Las azafatas sacan los carritos con las bebidas. Igual que en cada vuelo de la compañía aérea, tú estás entre ellas, Marta. Con quince años y la cara de acné como una paella, te espiaba desde la ventana de mi casa. En aquella época era capaz de dibujar tus curvas con los ojos cerrados. Recuerdo que, durante semanas, fuiste la única mujer a la que dejé entrar en mis fantasías de adolescente. Cada masturbación llevaba tu nombre. Hasta que mi madre me pilló con los prismáticos apuntando a tu baño y me soltó un tortazo que todavía resuena en mi cabeza. Me obligó a presentarme en tu casa, a reconocer la hazaña —para mí lo era— y a pedirte perdón. De ti me llevé la segunda hostia, la que más me dolió, pues eliminaba cualquier posibilidad de que algún día amamantases a mis hijos.
Diez minutos para que termine. Todos los días me cruzaba contigo de camino al instituto, y me sonreías, y lamentabas mi situación, que mis ojos no tuviesen vida y que en parte fuera por tu culpa. Yo sabía que necesitabas compensarme. Un beso. Sólo quería un maldito beso. Quisiste apartarme, pero mis brazos eran más fuertes. Deseaba sentir tus labios rozando los míos y me obligaste a exigirte más. Mucho más. Esas imágenes vuelven a mí a menudo, ese callejón al que nos desviamos en el trayecto a clase y que cambió mi vida. Y la tuya. Para siempre.
Cinco minutos. Ya regresan los carritos. En uno de ellos dejaré esta carta. Cuando mi cuerpo sirva de alimento a los gusanos, será lo único por lo que me recuerden, mi testamento. Aún tengo tiempo para fumarme un maldito cigarrillo. Había dos cosas que lograban calmar los ataques de ira: el tabaco y la medicación. Ambas me las recetó un matasanos del barrio. Las paredes de su despacho estaban empapeladas con diplomas, y eso animó a mis padres a ponerme en sus manos. Por todos los demonios, mamá, papá, yo era un crío. Los críos cometemos estupideces: espiar a las vecinas desde la ventana, o masturbarnos pensando en ellas, o en las profesoras de matemáticas, o en las modelos de las portadas de los quioscos. Aquel tipo me obligó a tomar dos pastillas y a fumarme una cajetilla al día para atontar mi apetito sexual. Y de mis padres sólo escuché alabanzas hacia el método.
Cuatro minutos. Mi vida ha consistido en una dolorosa sucesión de horas, en una montaña de botes de píldoras, en una búsqueda constante de ceniceros, en apartar la mirada cada vez que me cruzo con una mujer, por si acaso. Pero no me arrepiento. Ese callejón mereció la pena. Yo estaba enamorado de ti. Y tú de mí. No hacía falta que lo dijeses, lo adiviné en tus ojos, en el contoneo de las caderas al coincidir camino a clase, en el tono de voz que empleaste aquel día, de súplica, y que yo interpreté a la perfección: tú ansiabas que mi cuerpo estuviese dentro del tuyo.
Tres minutos. Ya queda menos, Marta, mi amor. Apenas ciento ochenta segundos para que iniciemos esta aventura. Volveremos a encontrarnos en un lugar sin barreras, donde las pastillas no sean más que un recuerdo y nuestros labios sepan reconocerse.
Dos minutos. Llega el cambio de turno. Marta, tú te sentarás al lado de los servicios. Sacarás una novela, como siempre, y te asomarás a las páginas de Baricco, ese italiano que tanto te gusta. No advertirás mi mano derecha tapándote la boca. Te arrastraré a mi escondite y el resto te lo puedes imaginar. Es tan sencillo quebrar el cuello de una persona. Será rápido, no te preocupes, mi amor. Yo no tardaré mucho en acompañarte; en cuanto las treinta pastillas hagan efecto.
Un minuto. Mi corazón se acelera como cuando éramos adolescentes y tú me mirabas desde el pupitre, o en la calle, y yo te deseaba pero era incapaz de confesártelo. Me tiemblan las manos y el estómago. Apenas quince segundos para que salga del servicio y te encuentre ahí, leyendo distraída, esperándome. Tu mirada mostrará sorpresa. Intentarás gritar, pero no te dejaré, mi mano te lo impedirá. Será rápido. Tres, dos, uno. Ya voy, mi amor.